Carlos Franco, el socialismo y la democracia

Osmar Gonzales Alvarado
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
osmar.gonzales@gmail.com

Resumen

En las siguientes páginas, el autor hace un recorrido por las ideas de Carlos Franco a partir de las pistas que él mismo dejó, siguiendo sus escritos desde un criterio cronológico, incluyendo datos básicos de su biografía y de su personalidad, de la figura de intelectual que encarnó, de los espacios de ideas en los que participó y contribuyó a forjar, de sus debates ideológicos e intelectuales, y de las opiniones que tenían sobre él otros colegas. 

Palabras clave: Carlos Franco, Ideólogo, Democracia, Socialismo, Nación, Ciudadanía.

Introducción 

La importancia de la obra de Carlos Franco Cortés (1939-2011) radica en la visión amplia sobre el Perú que iría perfilando a lo largo de sus diversos textos (libros, artículos en revistas, prólogos, entrevistas), al mismo tiempo que iría extendiendo sus reflexiones hacia América Latina. Asimismo, por su afán de buscar que los conceptos que utiliza reflejen la realidad específica que analiza. De alguna manera, es lo que también exigía Víctor Andrés Belaunde a inicios del siglo XX: que el intelectual debe evitar caer en el anatopismo –es decir, en el recurso de importar conceptos y luego forzarlos a interpretar la realidad–, como también lo hizo José Carlos Mariátegui, Jorge Basadre, Víctor Raúl Haya de la Torre, y otros. En efecto, Franco es insistente en la necesidad de que las ideas estén acordes con la vida, y este fue un objetivo que signó toda su obra.

Por otro lado, resulta importante señalar que Franco no dejó nunca de profundizar en sus reflexiones y de tratar de hacerlas cada vez más explicativas. Por ello, se debe destacar que su última gran obra, Acerca del modo de pensar la democracia en América Latina, de 1998, es al mismo tiempo la más ambiciosa de sus trabajos académico-políticos, no solo por la extensión geográfica que abarca su análisis, sino también, y, sobre todo, por ser la más conceptual. Ello, sin olvidar el hecho de que es una de sus pocas publicaciones que constituye una unidad y no solo reunión de ensayos que buscan atender desde diversas aristas un mismo problema.

Asimismo, a Franco hay que comprenderlo como un agonista, un polemista, un intelectual que está pensando siempre en términos políticos. A pesar de que no fue un militante político, sus reflexiones están orientadas por la estrategia política: desde su función de asesor en los tiempos del reformismo militar hasta su papel como legitimador de la idea de forjar una nueva representación política de las clases populares; desde su ubicación funcional, sea desde el Estado o desde su posicionamiento en la actividad civil; desde la cátedra o desde la divulgación por los medios de comunicación. En cualquier caso, Franco mantuvo claro su objetivo de proveer ideas que renovaran la actividad política con un sentido estratégico.

En las siguientes páginas se hace un recorrido por las ideas de Franco a partir de las pistas que él mismo dejó, siguiendo sus escritos desde un criterio cronológico, incluyendo datos básicos de su biografía y de su personalidad, de la figura de intelectual que encarnó, de los espacios de ideas en los que participó y contribuyó a forjar, de sus debates ideológicos e intelectuales, y de las opiniones que tenían sobre él otros colegas. Es imposible abordar todos y cada uno de sus escritos1, pues el conjunto de su obra es amplio: 9 libros; 36 artículos en libros; 56 artículos en revistas, 9 prólogos a libros, además de otras publicaciones de diferente tipo (como documentos, conversatorios, entrevistas, etcétera) (Gonzalo, 2012). Ante tal magnitud, solo se toma en consideración aquellos escritos que de una u otra manera ayudan a explicar y relevar su esfuerzo por construir una explicación original del proceso nacional, y en parte latinoamericano, que él observa.

Vale la pena mencionar los momentos claves de la historia política peruana para poder ubicar el papel de Franco quien, como intelectual, al mismo tiempo que lee cada coyuntura, desarrolla su pensamiento sobre el Perú y América Latina, y cumpliendo, además, funciones específicas para influir en cada momento. Un breve repaso nos ayudará. En los años 70 del siglo XX, Franco tendría su momento inicial y fundamental en el velasquismo, en el cual participa como asesor civil; sus escritos lo revelarían como un legitimador del proceso reformista militar; en los años 80, ya en la constitucionalidad posterior al militarismo en sus dos fases, ubicaría su papel en la sociedad civil, especialmente desde el Centro de Estudios para el Desarrollo y la Participación (Cedep), y a mediados de esa década como asesor del gobierno aprista; en los años 90, publicaría y participaría en muchas actividades de debate académico-político, mientras acopiaba lecturas e ideas que derivarían en su reflexión que vinculaba intelectuales, democracia y América Latina.

Para cerrar estas líneas de presentación, es ineludible y justo agradecer a Héctor Béjar, amigo y compañero de tantos años de Franco, que en comunicación personal nos proveyó con generosidad opiniones e información que alimentan estas páginas.

Carlos Franco como figura intelectual

Carlos Franco encarna sin lugar a duda la figura del intelectual asesor que es paradigmáticamente representada por Maquiavelo. Max Weber señala que en la época moderna los “trabajadores intelectuales” –parte del “funcionarado moderno”– altamente especializados “mediante una larga preparación y con un honor estamental muy desarrollado, cuyo valor supremo es la integridad” (Weber, 1979, pp. 101-102), son los que brindan las ideas de legitimación del gobernante. Según Lewis A. Coser (1966), entre las diversas relaciones que los intelectuales establecen con el poder destaca la figura de los intelectuales orgánicos, o ideólogos, que son quienes ofrecen razones y justificaciones ideológicas que legitiman a los sujetos del poder. A Franco se le debe analizar bajo estos supuestos señalados por Weber y Coser. Es decir, como el ideólogo que no interviene en la política de manera directa ostentando algún cargo de autoridad, sino que lo hace aconsejando al gobernante; dando sustento conceptual a las decisiones políticas; planteando un sentido estratégico y, por supuesto, buscando constituir y ser parte de un grupo, o de grupos, de formación de ideas, las que luego se transmitirán a la sociedad por medio de la autoridad o autoridades políticas, y utilizando diversos espacios de formación de la opinión pública, especialmente la prensa en sus diversas plataformas. En ese sentido, Franco fue un asesor clásico, figura de intelectual que ahora se encuentra devaluada, pues al parecer los nuevos tipos de asesores de la actualidad solo lo son de imagen, pero no de ideas.

Pero además de fijarnos en el sujeto, en tanto ideólogo y asesor, en este caso de Carlos Franco, también hay que señalar el contexto, pues nuestro personaje ejerció su función en un gobierno que nació de un golpe de Estado y que lo caracterizó un formato dictatorial, el dirigido por el general Juan Velasco Alvarado (1968-1975) que se autojustificaba históricamente en relación a su objetivo definitivo: implementar reformas para dar fin al orden oligárquico y preparar las condiciones para hacer ingresar al Perú a una nueva etapa de democratización social y de expansión ciudadana. Esto es fundamental para comprender las reflexiones de Franco en tanto justificador o legitimador de las políticas que el mencionado gobierno reformista militar iría adoptando en los seis años que retuvo el poder.

En efecto, Franco fue parte de los intelectuales civiles que apoyaron las reformas antioligárquicas que emprendió el reformismo velasquista. Él y otros políticos e ideólogos como Hugo Neira, Héctor Béjar, Francisco Guerra García, Carlos Delgado, Federico Velarde, constituyeron un grupo bastante cohesionado con ideas claras sobre la ruta que debía seguir el velasquismo. Juan Martín Sánchez (2002) ha analizado la existencia de los diferentes grupos que instalados en el Estado pugnaron entre sí por ser la orientación ideológica de dicho gobierno antioligárquico. Específicamente, al grupo que perteneció Franco lo identificó el proyecto de construir “una sociedad socialista basada en la autogestión y la participación” (Socialismo y Participación, 1977, p. 5).

Pero una vez derrotado el velasquismo, Franco dejó su posición de asesor en el Estado ya no dirigiría sus reflexiones al Príncipe, al menos hasta mediados de los años 80, pero desde su lugar en la sociedad civil. Pero sí participaría sin descanso en el debate de ideas buscando dialogar/influir con/en las fuerzas políticas que a su entender constituían el ámbito de la izquierda peruana y que podían realizar el proyecto socialista y participativo. Paralelo a ese esfuerzo, Franco trató de desarrollar ideas que impulsaran la constitución de un marco conceptual que permitiera arribar a un diagnóstico del proceso nacional, de la evolución ideológica, así como poner sobre la mesa qué se entendía por democracia más allá del sentido común académico, esfuerzo que culminó en un magnífico libro sobre América Latina.

Resumiendo, provisionalmente el derrotero de Franco en tanto sujeto de ideas, se puede decir que partió desde la posición de asesor político hasta llegar a ser parte sustancial del campo intelectual. No reemplazó una por otra, por el contrario, tendió puentes entre ambos espacios, el político y el intelectual, pero no encontró el eco que su reflexión ameritaba. Lo que habla mal no de Franco sino de nuestro precario campo intelectual y de nuestro perverso campo político.

Imagen 1. Carlos Franco

Fuente: Cedep. https://cedepperu.org/carlos-franco

La experiencia única del velasquismo

A su regreso al Perú, en 1971, Franco se integró al gobierno de Velasco Alvarado, específicamente al Sistema Nacional de Movilización Social (Sinamos, creado en junio de ese año y dirigido por Carlos Delgado), en donde se reencontraría con Héctor Béjar –que había salido de prisión por una amnistía decretada por el propio Juan Velasco Alvarado en 1970–, el mismo que lo llevaría como su colaborador en la Dirección de Juventudes. El Sinamos, creado a iniciativa del propio Velasco, era conducido por Leonidas Figueroa y compuesto por asesores civiles como Delgado, Béjar, Alfredo Filomeno, Hélan Jaworski, Federico Velarde, Jaime Llosa, Hugo Neira, entre otros. Este sería, sin lugar a duda, el momento más importante en la vida política de Franco. Es la experiencia que le permitiría conocer y actuar en el espacio fundamental donde se toman las decisiones, el propio Estado; además de que, a partir de ese momento, Franco produciría reflexiones que se insertarían en la tradición de las ciencias sociales, y en especial de la sociología política, peruanas. Es cierto que el propio velasquismo fue un proceso inasible: militares aplicando reformas antioligárquicas, ¿cómo entenderlo? Ello motivó posiciones diferentes y disímiles (también desconcertadas) sobre su carácter.

El Sinamos cumpliría un papel importante en el gobierno de Velasco Alvarado, pues actuó en la práctica como el partido político de un gobierno que nunca decidió crear uno propio que defendiera y legitimara su proyecto estatal. Los integrantes de Sinamos coincidían en el objetivo de constituir una “democracia social de participación plena” a partir de las organizaciones populares autónomas, y en donde todos los ciudadanos podrían ser parte de las esferas de decisión casi sin intermediación. En esta perspectiva, la participación de Franco en Sinamos sería relevante, junto a la de Delgado. Béjar recuerda y analiza la polémica tesis del “no partido”: “En los años de la revolución militar, temíamos que un partido ‘de la revolución’ hecho por adulones y burócratas desde el poder, nos llevase a la formación de una burocracia política como había pasado en otros países de América Latina” (Béjar, 2012, p. 24).

El propio Béjar nos da a conocer otra anécdota que habla de la luz intelectual de Franco, que fue el encargado de redactar el primer discurso de Sinamos y que fue pronunciado en la CADE de 1971: “Presente en la exposición un periodista de la revista El Mundo dijo: ‘esa es una aplanadora intelectual’. Y nos quedamos con el mote de ‘la aplanadora’” (Béjar, 2012, p. 23). Prácticamente desde su fundación, Sinamos fue denostado por la crítica opositora incidiendo en el mote de “aplanadora”, como si fuera un arma de aniquilación de los adversarios políticos, cuando en verdad era un tanque de pensamiento ante el cual pocos podían hacer una oposición de ese nivel intelectual. Luego de relevar el compromiso de los integrantes del Sinamos y su cohesión ideológica, Guerra García destaca su labor autoral: “Contrariando la inveterada costumbre de los políticos peruanos de no rendir cuentas, muchos de nosotros escribimos durante y después del periodo 1968-1975. Testimonio de lucha [Carlos Delgado], La revolución participatoria [Carlos Franco], La revolución en la trampa [Héctor Béjar], El peruano: un proceso abierto [Francisco Guerra García], son textos que expresan nuestro testimonio, nuestro compromiso y nuestras ideas” (Guerra García, 2012, p. 53). Su participación en el gobierno velasquista también le daría la oportunidad a Franco de, entre otras cosas, aproximarse a la experiencia autogestionaria yugoslava, el socialismo autogestionario que Franco observaría directamente cuando visitó varias veces ese país, y sobre la que leería interesadamente. Su pretensión fue adaptar esos principios autogestionarios en el Perú, partiendo del reconocimiento fundamental de que el pueblo tiene en sus manos la posibilidad de autogobernarse. La asimilación de esta y otras experiencias, además de lecturas y observación de la propia realidad por parte de Franco, permite señalar a Eliana Chávez que: “La participación y la integración social se convierten –desde mi lectura de la obra de Franco– en la preocupación central y el hilo conductor de sus ideas y propuestas en torno al debate sobre el Estado y la nación” (Chávez, 2012, p. 26); pero sin dejar de recalcar que lo hacía desde el objetivo de construir el socialismo, habría que agregar.

Hacia el final del gobierno reformista militar, Franco publicó en 1975 un texto escrito en el año anterior que constituiría una reflexión coherente sobre su significado, titulado La revolución participatoria. Tiene el sentido de un balance del proyecto, de lo avanzado y de sus límites; es, pues, un texto muy importante en el conjunto de su obra.Franco partió definiendo lo que entendía por “vía nacional de desarrollo” (“medidas económicas, políticas, sociales y culturales impulsadas por el Estado revolucionario” […] “dentro del “sistema de capitalismo dependiente” (Franco, 1975, p. 183)), y “modelo societal” (que refiere a “la concepción de una matriz que articula los sistemas económico, político y cultural dentro de relaciones dialécticas de correspondencia y complementariedad” (1975, p. 184)). Desde esos dos conceptos Franco desarrollaría su sustentación de la “revolución velasquista” en varios ensayos que dan forma al volumen mencionado.

Un punto neurálgico es lo que llama Franco el enfrentamiento del “subdesarrollo del sistema capitalista”, que supone al mismo tiempo su cuestionamiento. No puede haber desarrollo de otra manera, esto supone la homologación de las ideas de desarrollo y revolución, en consecuencia, para el desarrollo nacional es necesariamente seguir “una vía de desarrollo no capitalista” (1975, p. 196). Pero existe una diferencia sustancial con el “modelo socialista de Estado” (término más exacto que el de comunismo, según sostiene), y es que la revolución peruana, “la nuestra”, “se dirige a la construcción de un socialismo participatorio y libertario” (1975, p. 196). Sostiene que ante la díada capitalismo-socialismo, “la nuestra es una opción socialista” (1975, p. 197), que es cualitativamente distinta a otras experiencias en tanto representa “la organización de una democracia social de participación plena o, en otros términos, un socialismo participatorio” (1975, p. 197). Luego busca definir mejor cómo entiende la política: “Nuestra concepción de la política […] sostiene que el poder no sólo es objeto de apropiación y uso, sino, fundamentalmente de transferencia o retorno a los grupos sociales de base” (1975, p. 208); pero a ello acota Franco que este rescate del poder de los grupos privados por parte del Estado es para ejercerlo solo de manera transitoria.

Nuestro autor sostiene que si por poder político se entiende la capacidad de tomar decisiones en diferentes ámbitos, que es lo que haría “la intervención directa de las organizaciones sociales de base” (1975, p. 210) estas serían el sujeto del poder político: “Esta unificación de poder político y participación popular unifica el comportamiento social, político, cultural y económico como distintas pero unitarias dimensiones de la actividad total del ciudadano” (1975, p. 210). Por lo tanto, para Franco no existen razones para mantener la escisión entre la institucionalización política y la vida cotidiana de los grupos sociales de base. De ello deriva, entonces, el modelo de democracia social de participación plena y el rechazo a la constitución de un partido oficial, al mismo tiempo que el apoyo a las organizaciones sociales de base y al fortalecimiento de los “mecanismos de participación” (1975, p. 210). Esta sería la forma de derribar la intermediación (que es en verdad, releva, “sustitución o expropiación”) que hizo que la política fuera cosa de expertos, aunque abstractamente se considerara al ciudadano con el derecho de “gestionar el poder” (1975, p. 48), cuando en verdad lo hacían los partidos y el Estado. Se produce entonces una división entre políticos y los no políticos, los primeros manejando las instituciones públicas y privadas respectivas y los segundos manteniéndose recluidos en la esfera privada. De lo que se trata es de suprimir esta intermediación y transferir la política a los propios ciudadanos.

Imagen 2. Portada de libro Portada de libro Perú: participación popular de Carlos Franco

Fuente: imagen facilitada por el autor.

Un tanque de pensamiento: el Cedep

Concluida la experiencia velasquista, un conjunto de asesores del reformismo militar decidió fundar una institución que continuará legitimando el proyecto velasquista. Entonces sería creado el Cedep en donde Franco tendría, cómo no, decisiva influencia, pero ya no desde la esfera oficial, sino desde la sociedad civil.

La escena oficial peruana había sufrido un drástico cambio. La dictadura de Morales Bermúdez había convocado a un programa de transición electoral hacia el gobierno constitucional. Con él se daría fin al periodo militar y los civiles tomarían el control del Estado. La abigarrada década de 1980 traería los gobiernos de Acción Popular, con el regreso de Fernando Belaunde Terry, y el del Apra, con Alan García a la cabeza. Al mismo tiempo, son los años de la agudización de la crisis económica y la aparición destructiva, en todo sentido, de Sendero Luminoso. Estos cambios de la política nacional incidieron, a su vez, en la mutación de los espacios en los que Franco debía actuar en tanto hombre de ideas.

Si en el velasquismo su función consistía en proporcionar ideas al líder para el mejor gobierno, luego del fin de aquel, Franco seguiría desarrollando reflexiones para los políticos que tenían coincidencias con sus propuestas de cambio, básicamente la izquierda y, como luego se detectaría, a una nueva generación de apristas que parecía buscar el retorno a las propuestas radicales del aprismo inicial.

Cuando se constituyó el Cedep, Franco trabajó con Béjar en una Escuela de Comunicación Campesina que formaron en Supe, Barranca y Pativilca, y formó parte del comité editor de la revista Socialismo y Participación. Incluso, escribió el primer editorial de la revista que versó sobre la necesidad de dar forma a una izquierda socialista propiciara un acercamiento entre la izquierda aprista y la marxista. Dicha editorial sería como una prueba para Franco, por ello, fue sometido a la lectura rigurosa por los otros miembros de Cedep, pero el solo hecho que le dieran la responsabilidad de redactar el texto central habla por sí solo de su capacidad de interpretar y representar el pensamiento ideológico del colectivo. Y lo hizo de manera brillante, como era costumbre en él.

Recordemos que Franco ejerció su función de ideólogo en un terreno social y político que legitimaba el fin del antiguo régimen oligárquico; en un ambiente político e ideológico de valoración el cambio estructural gracias al ejemplo de la Revolución cubana, las luchas de liberación nacional, la crisis del dominio oligárquico, la emergencia de las clases populares (campesinos, obreros) y de un fortalecimiento relativo de las clases medias. Por ello, el velasquismo constituyó un proceso atractivo para Franco: las reformas antioligárquicas que enarboló constituyeron una posibilidad no solo de acabar con el régimen oligárquico, sino también de iniciar un nuevo momento histórico en la vida social y política peruanas. Ello exigía repensar el país con claves conceptuales que permitieran descubrir el proceso particular peruano.

Pero la derrota del velasquismo ocurrida una vez que sucedió el golpe interno por parte de Morales Bermúdez en 1975, exigió hacer balances al mismo tiempo que un esfuerzo por mantener vigente el proyecto que le dio sustento. Por esta razón, dos años después, en junio de 1977, en plena convulsión social en contra de dicho gobierno (traducida en multitudinarias movilizaciones en la ciudad y en el campo, en la emergencia de los diferentes partidos de la llamada nueva izquierda, en el inicio de los paros nacionales y las huelgas de hambre), el grupo “participacionista” del velasquismo decidió fundar el Cedep con el propósito de enlazar “su compromiso con el desarrollo de las organizaciones populares y la preocupación de contribuir a la construcción de un proyecto nacional alternativo”2. Es importante destacar el hecho que el mismo grupo de intelectuales que fueron asesores del velasquismo mediante su incorporación en Sinamos, sería el que fundaría Cedep y su revista Socialismo y Participación.

Socialismo y Participación

Consideremos el primer editorial de Socialismo y Participación como autoría de Franco, por las razones que ya hemos visto. En el fondo, es un balance en la derrota: “Hacia una izquierda socialista, nacional y popular”, es un texto especialmente denso, conceptuoso, que hoy en día es inusual ver. Si bien el velasquismo sufrió el hecho de ser arrancado del poder, Franco habla “de una revolución nacional transitoriamente interrumpida…”, que los miembros de Cedep desean participar en “la laboriosa construcción de un futuro posible, socialista y autogestor”, y que esta posición tiene un momento preciso de nacimiento: “la revolución iniciada por la Fuerza Armada bajo la conducción del general Juan Velasco Alvarado en Octubre de 1968” (Franco, 1977, p. 7) en tanto expresión de un amplio movimiento nacional. Revolución que solo se podrá comprender tomando como elemento central al pueblo y sus expresiones desatendidas como: “el dominio de los valores populares, de la identidad colectiva, de las posibilidades entrevistas de autorrealización nacional” (1977, p. 8).

En los años del velasquismo, como no había ocurrido antes, el pueblo “se reconoció en la piel, en las palabras y los gestos, en la personalidad y en la conducta, en los defectos y en las virtudes de quienes dirigieron el país” (1977, p. 8). En tanto comprender el papel del intelectual como un agonista en los avatares políticos de la nación, Franco denota la posición suya y la de los participacionistas sin ambages: “nosotros nos reafirmamos en nuestra militancia total con la revolución peruana, expresamos nuestro orgullo por haber participado en ella, aceptamos la responsabilidad total por sus aciertos y sus errores y nos comprometemos a desarrollar su legado más valioso y creador” (1977, p. 9).

Desde un plano más coyuntural, Franco critica al gobierno de Morales Bermúdez señalando que este enfatiza los errores del velasquismo, pero sin tomar en cuenta las características del país: “Una nación socialmente escindida, carente de un sistema de instituciones históricamente enraizado y de tradiciones democráticas, escasa en recursos económicos actuales, privada de extensos grupos sociales de las condiciones mínimas para poder sobrevivir, no se cambia sin errores” (1977, p. 9).

El argumento de Franco es estrictamente político, ubica su análisis en el terreno del poder “y no de la moral”, y de la obligación que aquella supone: la responsabilidad política (1977, p. 10). Desde esta óptica, destaca la relación preferencial que el gobierno de Velasco estableció con las organizaciones populares teniendo a la base un Proyecto Nacional, que contó con la legitimidad de aquellas. Esto produjo el rechazo de los grupos de poder interno, y del asedio que provino desde el exterior.

La transformación de la política económica encontró una traba en lo que Franco define como inmadurez relativa: tanto de los grupos civiles políticos e intelectuales, como de las Fuerzas Armadas. El balance es duro, pero necesario, sostiene, al mismo tiempo que remarca que no tiene nada que ganar “la izquierda nacional y autogestora” con evadir la realidad, como lo hace la izquierda tradicional y su “estúpido hábito” de “transferir al imperialismo o a las clases dominantes la responsabilidad de nuestros errores” (1977, p. 14). Estas son expresiones que Franco remata con una invocación: “A todos los hombres de la izquierda nacional esta experiencia debe enseñarnos el valor fundamental de la conciencia política y su rol decisivo en la definición de los procesos de cambio” (1977, p. 14).

Empezando a asentarse en el debate público la “transferencia del poder a los civiles”, Franco sostiene que no es suficiente para superar el distanciamiento del poder con la sociedad por cuanto las reformas velasquistas han permitido la emergencia de nuevas fuerzas sociales, diversos intereses políticos y “plurales centros de iniciativa” (1977, p. 18). Además, porque lo que existe es una poco densa red de “partidos cupulares” y porque el Estado está incapacitado de expresar “los nuevos centros de poder e iniciativa” (1977, p. 18). Los partidos tradicionales solo querrán funcionalizar a sus intereses la apertura –advierte Franco– y el gobierno no puede legitimarse socialmente al interior de un sistema político obsoleto, lo que explica su aislamiento, y porque no tiene un proyecto nacional y no existe un bloque hegemónico (término gramsciano) “de uno o plurales sujetos orgánicos de la iniciativa política” (1977, p. 19). Por otra parte, la izquierda tradicional (curioso: se refiere a la autodenominada “nueva izquierda”) se muestra impotente y solo le queda jugar en el “tablero” político en el que se le ha aprisionado; e impotencia también de los trabajadores y de la izquierda socialista (la que nace desde el velasquismo) de articular afirmativamente el rechazo expresado en el paro nacional de 1977.

No obstante, la izquierda socialista tiene las condiciones necesarias que nunca ha tenido en la historia para desarrollarse como una fuerza nacional y popular. El velasquismo –o revolución peruana– ha demostrado que la alternativa socialista se ubica entre el estatismo burocrático y el capitalismo; una alternativa “verdaderamente participatoria y democrática” poniendo sobre la mesa una solución: “La concertada autogestión de las empresas y la gestión participatoria del poder político”. Los sujetos serían “los campesinos, los trabajadores industriales, los habitantes de pueblos jóvenes, los grupos técnicos, profesionales y administrativos”. Continúa Franco señalando que la realidad peruana, en lo político y social, es profundamente diversa, continúa, y es justamente lo que debe ser observado positivamente para “desarrollar una concepción democrática de la organización socialista” (1977, p. 20) de manera unitaria, lo que llama “la unidad en la diferencia” (1977, p. 21). Se trata de dar forma a una “organización federativa” (1977, p. 22). En 1976, sobre la base de la experiencia del Sinamos se formaría el Partido Socialista Revolucionario (PSR), liderado por Leonidas Figueroa, y que solo cuatro años después constituiría Izquierda Unida, pero no necesariamente dentro de los principios enarbolados por Franco. El PSR es la expresión político-partidaria de un grupo al interior del velasquismo.

Nuestro personaje propuso cuatro áreas en las que la izquierda socialista debe definir su personalidad: la concepción del socialismo; la relación con los Estados socialistas; los derechos humanos; y la relación con el aprismo y el comunismo. Entre otras cosas, Franco señaló que hay una “huella dejada por el debate de Mariátegui y Haya y la desnaturalización posterior del contenido del mismo” (1977, p. 25). La tarea que impone a la izquierda era actuar reconociendo la pluralidad, y fundamentalmente, abandonar la mirada “estrechamente economicista” para centrar su atención en “los problemas de los migrantes serranos, el multilingüismo, los escasos medios de transporte, la vivienda, los atestados centros hospitalarios, los derechos de la mujer y los jóvenes, las necesidades de descanso y distracción, etc.” (1977, p. 27). Algo o mucho de esto explicaría luego los esfuerzos de Franco por tender puentes entre el Apra y la izquierda, así como de ofrecer una interpretación propia de tan fundamental debate para el campo de la izquierda peruana.

Es muy interesante el señalamiento de Franco en cuanto a que el velasquismo no solo cambió las instituciones, sino también “los problemas y la visión de los problemas” (1977, p. 27). En otros términos, se puede decir que una nueva política necesita de una nueva forma de conocer la realidad. Y el concepto básico debe ser el de la autodeterminación, “generador de líneas centrales de autodesarrollo en todos los planos y niveles de la actividad del país” (1977, p. 28). Esta autodeterminación solo será útil si “expresa la participación directa y el control consciente de los ciudadanos sobre la sociedad a través de sus organizaciones sociales y políticas” (1977, p. 29). Por otra parte, destaca que la izquierda no solo necesita “respetabilidad política”, sino también “respetabilidad técnica”, de otra forma nunca podrá ser una “alternativa viable”. Finalizando el documento, Franco sostiene la necesidad de acción no solo con la izquierda marxista, sino también con el socialcristianismo: “Con estas fuerzas nuestras áreas de coincidencia política no sólo se limitan a la actual coyuntura sino que se proyectan largamente en el futuro” (1977, p. 32).

Mariátegui, Haya de la Torre y el socialismo 

La nueva década, la de 1980, nos trae a un Franco pensador, profundamente reflexivo, más conceptual incluso. Se impone como objetivo cavilar y dar pistas acerca del modo cómo el socialismo se puede arraigar en la vida peruana y latinoamericana, y ello suponía asimilar creativamente el marxismo. Nuevas experiencias, vínculos intelectuales y amistades rodearían a Franco y estimularían su labor intelectual e ideológica. Buscaba otras formas de asediar una misma preocupación, alimentar la pasión que supone llevar adelante un proyecto político. Ya no desde el Estado, sino desde la sociedad civil. Sus aportes serían necesarios y estimularían a su vez nuevas propuestas interpretativas.

En el mismo año 1980, Franco tendría la oportunidad de revisar la obra de Mariátegui, útil en su búsqueda de descubrir los fundamentos del socialismo en el Perú. En dicho año se llevaría a cabo el Coloquio Internacional Mariátegui y la revolución Latinoamericana en Culiacán, Universidad Autónoma de Sinaloa (México), organizado por José –Pancho– Aricó, destacado heterodoxo militante marxista, gramsciano y pensador de relieve (Kohan, 2005), que constituiría un hito en la reflexión socialista de América Latina a partir de la figura del ideólogo peruano. En dicho Coloquio participaron, entre otros: Carlos Franco, Antonio Melis, Óscar Terán, César Lévano, Alberto Tauro, Ricardo Melgar Bao, Alberto Flores Galindo. Había un ambiente “mariateguiano” latinoamericano.

Franco publicó sus reflexiones en Socialismo y Participación: “Mariátegui-Haya: surgimiento de la izquierda nacional” (1979), y “Sobre la idea de nación en Mariátegui” (1980b) junto al artículo de Aricó, “Mariátegui y la formación del Partido Socialista del Perú”. Aricó ya había removido el ambiente intelectual de la izquierda con su selección de 1978, Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano (Siglo XXI Editores), calificando a Mariátegui –al igual que Antonio Melis–, como el primer marxista de América Latina. Muchas de sus ideas sobre Mariátegui serían tomadas y ampliadas en el Perú, especialmente después de que Sinesio López lo invitara a ofrecer una serie de charlas en la Pontificia Universidad Católica del Perú que tendrían profundo impacto en Flores Galindo y que se expresaría en su importante libro, La agonía de Mariátegui, que el propio Franco comentaría después (1981b).

Franco había conocido a Aricó a fines de los años 70 en Buenos Aires. Desde entonces desarrollarían una sólida amistad (junto a Portantiero, Terán y otros) que se tradujo en algunas colaboraciones intelectuales. El producto más significativo sería el prólogo de Franco al libro de Aricó titulado Marx y América Latina, publicado por Cedep (1980a)3. Hay también, de la mano del mariateguismo, una preocupación explícita por pensar el marxismo en América Latina. Un fruto de esa preocupación sería el libro de Franco, publicado en 1981, titulado Del marxismo eurocéntrico al marxismo latinoamericano, también editado por Cedep.

En ambos textos –en el prólogo y en el ensayo sobre el marxismo– Franco busca la originalidad, lo específico de nuestra realidad (peruana, latinoamericana) para poder comprender cómo el socialismo puede enraizar en nuestros países. La lectura libre y creativa que Mariátegui ejerció sobre el marxismo era una enseñanza que Franco buscó emular. Consideremos este esfuerzo porque es quizá el elemento más definitorio de toda la obra de nuestro estudiado.

Imagen 3. Portada de libro Del marxismo eurocéntrico al marxismo latinoamericano de Carlos Franco 

Fuente: Imagen facilitada por el autor.

En 1983, Franco editaría los tres volúmenes de El Perú de Velasco, en los que colabora con cuatro textos: «Testimonio de parte», «Haya y Mariátegui: los discursos fundadores», “Los significados de la experiencia velasquista: forma política y contenido social” y «Las limitaciones del enfoque y las estrategias participativas». En el primero, como bien señala Alberto Adrianzén, Franco debate con algunas premisas de la llamada teoría de la dependencia: “Si los teóricos de la dependencia hacían referencia a la fragmentación de los grupos dominantes, El Perú de Velasco se referirá más bien a las múltiples formas de fragmentación que atraviesan a los sectores populares, que debilitan y en última instancia les impide encabezar el proceso de cambio” (Adrianzén, 2012, p. 20). Pero esta fragmentación de las clases populares está en relación directa con el tipo de dominación característica del Perú (aunque no solo de él, claro), y es la que se refiere al doble carácter que lleva implícita la dominación, pues “al igual que en cualquier economía capitalista está dada por la dominación económica, pero que simultáneamente y de manera indesligable se presenta como dominación étnica. El poder social es simultáneamente económico y étnico en el Perú, y este hecho marcará decididamente el conjunto de relaciones sociales” (Adrianzén, 2012, p. 20). La pregunta fundamental que deja Franco es por qué fue necesario un gobierno no democrático para llevar a cabo un plan de reformas democráticas.

Es necesario incidir en la permanente búsqueda de Franco por encontrar y traslucir en sus textos lo específico del proceso histórico nacional y de sus condiciones particulares, pues de ello derivarán las formas de la política y la naturaleza de los retos que afrontará la construcción del socialismo en el Perú.

En “Haya y Mariátegui: los discursos fundadores”, Franco parte sosteniendo que en los años de 1920 se unifican lo intelectual y lo político permitiendo una reflexión integral sobre la nación, el desarrollo y el socialismo (revolución). Para ello, ambos reconocen la originalidad de las sociedades andinas e interpretan con originalidad el marxismo. Entonces se plantean el proyecto de construir integradamente el socialismo con la nación y el reconocimiento de la autodeterminación histórica de las sociedades andinas. Los puntos base de cada uno fue diferente: para Haya de la Torre sería el Estado, mientras que para Mariátegui lo sería la sociedad civil. En este momento, Franco se pregunta cuál es la temática central de Mariátegui y de Haya de la Torre, y responde que fue la “determinación histórica de las sociedades andinas”, que define como “la recuperación de la capacidad de las naciones con tradición indígena y, en general, del continente para radicar en su interior las decisiones centrales a través de las cuales se procesa el desarrollo de las identidades” (1983b, p. 148). Esto, a su vez implica temáticas como el perfil del proceso de desarrollo, la vinculación entre nación y socialismo, el imperialismo, el tipo de dependencia latinoamericana, la organización política, el tipo de Estado a construir… En definitiva, Franco sostiene que “Haya y Mariátegui elaboran las primeras bases teóricas para una aproximación latinoamericana a los problemas del desarrollo, la nación y el socialismo” (1989b, p. 165). Algo no menor, pues las señaladas fueron las preocupaciones centrales de las perspectivas de la modernización, de la dependencia y del populismo latinoamericano de mediados del siglo XX.

En su extenso texto, el tercero, “Los significados de la experiencia velasquista: forma política y contenido social”, Franco ofrece lo que se podría denominar “memoria política”, llena de reflexividad y de aspectos aparentemente triviales pero que la mirada del protagonista/testigo se vuelven cargadas de significado. Se trata de una mirada total y totalizante del velasquismo que recoge las tesis principales ya difundidas en textos anteriores, actualiza debates e incorpora elementos que se podrían definir de carácter micro, es decir, ya no solo analiza procesos, contextos e ideas, sino que incluye a los personajes. Solo para ejemplificar esto último, es reveladora (que eso es lo que cumplen las anécdotas, iluminar procesos más amplios) su conversación con Velasco después de su enfermedad y de su expulsión del poder por medio del “golpe institucional” contrarreformista de Morales Bermúdez: “[…] permaneció silencioso, absorto en sus propias ideas y como si estuviera tratando interiormente de explicarse algo incomprensible. De pronto, entre perplejo y asombrado me dijo: ‘Franco, explíqueme, ¿cómo pueden seguir hablando de revolución si la revolución… era yo?’” (1983c, p. 415). Sociológicamente, habría bastante para analizar: el papel del caudillo, el populismo velasquista, la idea del no partido que elimina la intermediación con los sectores populares gracias a la presencia definitoria del caudillo, la relación entre el intelectual asesor y el sujeto del poder…

Finalmente, en “Las limitaciones del enfoque y las estrategias participativas”, Franco inspecciona las relaciones entre los intelectuales y la política, así como entre el sujeto de ideas y los tecnócratas. Con respecto a lo segundo, identifica el conflicto entre la estrategia económica y la estrategia participativa que, entre otras causas, la explica “por la oposición ideológica y política de sus respectivas visiones del país” (1983d, p. 655). Si bien destaca al modelo del velasquismo por su originalidad con respecto a los de otros partidos políticos y los grupos intelectuales, enumera lo que considera fueron errores o insuficiencias de ese modelo, tanto en el aspecto económico como en el de la participación. Pero también destaca que los sujetos de ideas que colaboraron con el velasquismo ya tenían una presencia significativa desde mediados de los años cuarenta, sea desde la labor independiente o desde centros privados de estudios e investigación, informando y creando conciencia sobre las características y problemas del país. La desventaja era que cumplían su tarea en un escenario de restricciones, como la ausencia de una tradición en la investigación producto de las dictaduras, así como de falta de información empírica, la crisis universitaria y el desinterés del propio Estado. Todo ello tuvo su repercusión en los propios partidos políticos y sus programas (1983d, p. 675).

Con mayor precisión, cuando Franco aborda la relación en Sinamos entre los asesores civiles y militares, la evaluación de Franco es muy confiable. Señala que los conflictos que surgieron entre ambos grupos se expresaron en diversos niveles, desde la “ideología práctica”, los análisis de las implicancias de la participación popular, hasta los estilos de la propia acción política” (1983c, p. 355). Pero lo más interesante pueden resultar las razones de fondo que Franco encuentra para estas desavenencias: “las distintas formas de socialización y entrenamiento político” de cada uno; pero más importante aún: las diferentes ubicaciones de poder que tomaron los actores, porque desde esa diferenciación evaluarían las preocupaciones diarias, “a unos, con la problemática de la Fuerza Armada y, a otros, con la de las organizaciones populares” (1983c, p. 355). Suma a ello la no irrelevante forma como asumieron y esperaban el trato de acuerdo a sus formaciones: los militares, el jerárquico y “el trato reverencial”; los civiles, uno “más directo y horizontal” (1983c, p. 355).

Si bien de izquierda, Franco sitúa ideológicamente al reformismo militar –y a él mismo, por supuesto– en un lugar distinto al que ocupaba el comunismo de la URSS y a la interpretación estructuralista del marxismo, buscando la originalidad del llamado “proceso peruano” (1983c, p. 270). Esto es importante, pues Franco realiza una lectura, y una apuesta, desde la izquierda y desde el marxismo (pero no en el tono del vigente). Sin embargo, a él y a sus colegas asesores civiles del velasquismo los partidos de la nueva izquierda no lo incorporan como uno perteneciente a su propio campo; más aun, a los participacionistas los ven como si fueran habitantes de una tribu distinta (limítrofe, pero otra), y no integrante de la misma aldea, después de todo, ¿no fueron contra ellos las protestas y movilizaciones que la nueva izquierda organizó en los tiempos del velasquismo? Así, desde ese tiempo y en medio de tal fragor, se establecerían las fronteras –una más– en la misma izquierda, lo que definiría en gran medida el tipo de diálogo y de debate que se establecerían entre ambas identidades: por un lado, cordial y conceptual; pero, por otro lado, sin ninguna obligación de aceptar los puntos de vista del otro ni sus consecuencias en la acción política.

Diálogo con zorros

Con el mencionado bagaje conceptual (nación, socialismo, participación popular) Franco daría un giro a su presencia en la escena pública del país. Ocurrida la victoria electoral del aprismo, que por primera vez llegaba a la presidencia, Franco, quien se haría amigo personal de Alan García, se haría cargo de una nueva posición, el de ser el elemento que busque la comunicación entre la izquierda, representada en Izquierda Unida, y el aprismo. Consideraba honestamente que esa posibilidad de acuerdo traería la posibilidad al país de alcanzar el cambio político y estructural que requería. Esta posición política es posible de entender mejor si se incorpora otro ingrediente, mencionado por Béjar: que Franco creció en un hogar militantemente aprista, y buscó integrar su herencia familiar con su propia identidad socialista.

Dentro de su nuevo papel, de puente, Franco desarrollaría diálogos/debates con algunos sectores de la izquierda político/intelectual peruana, específicamente con un grupo que había dicho explícitamente que el horizonte de la revolución había quedado atrás e incorporaba en sus reflexiones contenidos del liberalismo ubicándose en el terreno de la democracia para la lucha política. Específicamente, nos referimos a aquel grupo que editaba la revista El Zorro de Abajo (1985-1987), integrado por intelectuales/políticos de la nueva izquierda y por los cristianos de izquierda: Carlos Iván Degregori, Sinesio López, Rolando Ames, Alberto Adrianzén, Nicolás Lynch, Jorge Nieto, y otros. Para entonces, la propia izquierda experimentaba profundas grietas que se revelarían definitivamente en 1989, cuando se rompería definitivamente, tanto entre un ala radical y otra reformista, entre quienes apoyaban a Alfonso Barrantes y los que buscaban relevarlo de su liderazgo, entre los partidos que componían el frente, finalmente también, entre intelectuales y políticos.

Franco aspiraba a ser capaz de crear espacios de coincidencia entre el Apra de las ideas revolucionarias de los años 30 y el sector reformista de la izquierda de los 80, aunque en un sentido suene paradójico. El entusiasmo agregado se explica en parte por el discurso radical de García que luego de ser parlamentario llegaría a la presidencia del Perú en 1985, representando, aparentemente, la renovación generacional de su viejo partido. Franco en tanto asesor y amigo personal de García, y desde esa posición buscaría hacer efectiva su gestión de puente. 

En el número 2 de El Zorro de Abajo (1985), Franco colaboró con un texto/diálogo polémico con el editorial de la revista: “Apra-IU: límites y posibilidades”, a poco más de solo dos meses de iniciado el gobierno aprista. Había expectativa en la sociedad por lo que podía hacer el aprismo en el poder después de una tan larga historia de vetos y exilio. Su líder carismático parecía encarnar los anhelos juveniles y revolucionarios de Haya de la Torre. Pero la izquierda, y entre ella los zorros, desconfiaba, miraba con recelo el aprismo-alanismo en emergencia. De alguna manera, la historia de enfrentamiento entre el Apra y la izquierda emergería ante la opinión pública a mediados de los 80 debido a la coyuntura política. Y en este escenario es que surgiría el debate en la izquierda de si el Apra es consecuentemente reformista, si de veras quiere transformar la vida nacional, o si, por el contrario, era solo un momento más de su antiizquierdismo y derechización revestidos de demagogia radical.

Si bien en su discurso García dejaba poco margen de acción y de legitimación popular a la izquierda, la sospecha permanecía: ¿su discurso reflejaba su identidad? Los zorros se acercaban de puntillas para observar al gobierno aprista; con curiosidad y sigilo. En su crítica se percibe la duda, no vaya a haber error como cuando enjuiciaron y enfrentaron a Velasco y sus reformas, algo de lo que después se arrepentirían. ¿Y si el Apra de veras está en la izquierda y ha dejado atrás su derechismo de las décadas recientes? Por otro lado, Franco, en su tono amigable usual, los reconviene, y a veces bajo la forma de una aparente autocrítica, busca influirlos. En primer lugar, sostiene que lo que los zorros critican al Apra puede ser leído también como un balance de la propia izquierda; les inquiere sobre cuáles son los fundamentos que permite a los zorros afirmar con certeza que la izquierda es la encarnación del socialismo y el Apra no, ¿acaso la IU tiene la solidez organizativa que desea y necesita la izquierda?; ¿cuáles fueron las diferencias tan grandes que demarcaron los límites de la izquierda y del Apra en las elecciones de 1985?; históricamente ¿qué tan gravitante fue la izquierda en la unidad obrero-campesina y en otros elementos clave del socialismo peruano?; entre otras cosas.

Lo que buscó Franco fue sorprender al discurso de la izquierda y de los zorros en su enajenación entre, por un lado, cómo lee la historia, su propia historia y la imagen que sobre ella misma construye, y, por otro lado, la realidad que el observador externo puede legítimamente conformar sobre la izquierda peruana. En la parte final de su breve artículo presenta sus excusas por escribir su artículo dentro del poco tiempo disponible que le queda, pide disculpas si ha dicho algo injusto o gratuito, confiesa que está dispuesto a reconocer todos sus errores y que por la amistad que lo une a los zorros respeta su “inteligencia, experiencia y honradez” (1985, p. 16). Por eso mismo –aquí su giro– le es legítimo “esperar de ustedes un enfoque más generoso y menos defensivo” (1985, p. 16). Desde ahí, Franco llega a tres conclusiones: que tanto el Apra como la IU parten de un mismo punto, que ninguno se puede suponer ser mejor que el otro; que ambas fuerzas políticas son expresiones del pueblo, pues son parte “de un movimiento democrático, nacional y popular” mucho más grande que ellos además de ser el verdadero sujeto del socialismo peruano; y no teme reconvenir a los zorros al pedirles credibilidad cuando les dice “con la mayor ingenuidad” que cree honestamente que se está echando a andar un revolución profunda en nuestro país. Remata pidiéndoles a los zorros (y a la izquierda toda) que duden un poco más de sus propias certezas: “Que no les ocurra ahora, por la necesidad de tomar distancias ideológicas, lo que les ocurrió en los 70” (1985, p. 16).

Desde otro ángulo y de diferente manera a la de los zorros, la sombra del velasquismo también estaría presente en la reflexión de Franco; pareciera que proyectaba en García su esperanza de la posibilidad histórica de concluir el proceso inacabado del velasquismo.

En el número 6 de El Zorro… (1987) apareció una interesante polémica entre Franco, Flores Galindo y López, cada uno representante de una manera específica de pensar el socialismo en el Perú. Un tema que se discutía públicamente era el del acuerdo nacional, el de un posible pacto entre el Apra y la IU, lo que algunos veían como un acto de madurez entre los dos partidos de masas; mientras que otros lo entendían, desde la izquierda, como claudicación. Es Franco quien inicia la mesa señalando explícitamente su propósito: “el de contribuir a que se produzca alguna forma de entendimiento entre el APRA y la izquierda” (1987, p. 11). Es optimista en señalar que existen algunas evidencias que apuntan en ese sentido, tomando en cuenta los resultados de las elecciones municipales realizadas en noviembre de 1986: 75% votó en conjunto por ambas fuerzas políticas que encarnan el sentir de la necesidad del cambio; los favorecidos al interior de cada una de ellas son los que se muestran inclinados a un entendimiento; que la base popular tanto del Apra como de la IU se identifica con las formas políticas de sus líderes (García y Barrantes) más que con las propias fuerzas partidarias.

En respuesta, a los planteamientos de López y Franco, Flores Galindo criticaría la “convivencia” Apra y un sector (el palaciego) de la izquierda, e insistiría en el caudillismo demagógico y autoritario de García. Sinesio López, por su cuenta, enfatizaría en el papel que han cumplido la crisis económica y la violencia política, que han impactado en “el alineamiento de fuerzas” traducido en las elecciones, pero especialmente sostiene su desacuerdo con lo señalado por Franco sobre el fortalecimiento de los líderes quienes, desde su interpretación de los votos y de las circunstancias específicas del momento, por el contrario, ceden espacios antes las organizaciones políticas respectivas (1987, p. 12).

Finalmente, Franco responde afirmando que lo importante es atender a la voluntad de cambio que se ha mostrado consistentemente en las últimas tres elecciones y dentro de las formas democráticas. Estos resultados exigen a las dirigencias partidarias a representar a gran parte la sociedad para establecer bases de diálogo sobre los problemas nacionales y las políticas públicas necesarias tendientes a transformar las condiciones sociales, pero siempre con participación de la sociedad.

Hacia inicios de 1987 todavía no se había producido el desastre del gobierno de García, que evidentemente angostaría los márgenes de legitimación del discurso colaboracionista entre el Apra y la izquierda. Si bien todos o casi todos perdieron con la crisis total que envolvió al Perú, pareciera que la izquierda, o una buena parte de ella, sintió cierto alivio, tanto de no haberse equivocado como con Velasco, como que el fracaso aprista lo eximía de tomar decisiones frente al mismo. Los fundamentos de la necesidad de una concertación con el aprismo quedarían definitivamente descartados.

La nación, el indigenismo, la plebe urbana: ¿qué es lo nuevo?

Al parecer, el fracaso político del gobierno aprista llevó a Franco a agudizar sus capacidades reflexivas. La de los 90 es la década del autoritarismo fujimorista que, si bien tuvo éxitos en el tema macroeconómico y en el combate al senderismo, introdujo, con éxito, un discurso anti intelectual, anti ideológico y antipolítico, incluidos los partidos políticos. Pragmatismo que bloqueaba el debate sobre la vida social y política. Como señaló alguna vez Hugo Neira, por primera vez, los intelectuales fueron desterrados de la vida política y del propio Estado.

Desde fines de 1980 e inicios de 1990, Franco publicó varios textos (algunos eran resultado de compilaciones de artículos escritos en diferentes años, pero siempre de la misma década) en los que se esfuerza por tratar de ofrecer claves conceptuales e interpretativas del país que está quedando luego de las reformas velasquistas, del desastre aprista y de la destrucción de la violencia política. Esto en el sentido político, pero en el plano de las ciencias sociales, Franco produjo reflexiones de mediano y largo plazo. 

En El Perú de los 90, Franco analiza el sentido común sobre la “creciente incapacidad de la organización económica para reproducir las condiciones materiales de la existencia social” (1989a, p. 17, sic), señalando que la economía se concentra en Lima y que el Estado se muestra incapaz, junto con el régimen político “para reproducirse institucionalmente y regular democráticamente la vida de la población” (1989a, p. 28). Incide en que 1980 es el año de la subversión con 12 mil muertos, en un escenario en donde la violencia política se sumaría a la violencia urbana: un Estado ausente en importantes zonas del país; al mismo tiempo, la centralización del Estado excluyente que permite crecer la corrupción, lo ilegal y la violencia; ausencia de mecanismos de inclusión de las organizaciones populares, lo que produce informalidad. Frente a todo este diagnóstico, Franco se pregunta si existe o no una comunidad política en el Perú. En cuanto a los partidos y el parlamento, afirma que se ha enraizado el “estilo partidista” (1989a, p. 33) fundado en el basismo y en el corporativismo. Sostiene que una comunidad política democrática significa partidos que compiten, alternancia, institucionalidad, requiere de una cultura democrática, de diálogo, de plataformas institucionales. Los partidos y el parlamento no articulan, median ni producen consensos, por el contrario, contribuyen a que no se resuelvan dichos problemas. A todo ello se suman la diversidad étnico-cultural, tradiciones autoritarias, limitado aprendizaje y pobre construcción de un sistema democrático. Lo que existe, en cambio, es una desestructuración social en donde la crisis “permanente” es el “modo normal” de su existencia (1989a, p. 42).

En el plano de la economía señala Franco que se observa una industrialización dependiente (populismo), y a ello se deben sumar los factores culturales y las condiciones objetivas. Constata la presencia de una clase dominante caracterizada por la propiedad privada, la iniciativa individual, el mercado, pero al mismo tiempo por el desprecio étnico que naturaliza las divisiones sociales y que, por lo tanto, muestra desafección con lo nacional-popular, con la “matriz cultural” (1989a, p. 49) que la “indispone contra cualquier ‘aventura’ de implantación económica en el interior” (1989a, p. 50). La existencia de una burguesía con esta mentalidad explica que las nacionalizaciones velasquistas le ocasionen un trauma. Todo esto constituye un grave problema al momento de pensar en estrategias de desarrollo del país (1989a, p. 53), remarca Franco.

En su libro sobre Hildebrando Castro Pozo (1989b), Franco atacó el mismo problema, pero esta vez desde las ideas de un intelectual específico. Se trata del mismo asedio, pero desde otro lugar. El autor partió señalando que dentro del socialismo existen diferencias, y Castro Pozo expresa una de sus variantes, que él releva. En Nuestra comunidad indígena (1924) se puede observar “un puñado esencial de ideas-fuerza que hicieron su camino en la reflexión acerca del Perú y su curso histórico socialista” (1989b, p. 25). La comunidad indígena es “un legado cultural que se rehace, que se recrea, que se proyecta cotidianamente desde el presente hasta el futuro. La comunidad campesina produce cultura y la suya es una savia viva de la cual debe nutrirse la actual y futura cultura nacional” (1989b, p. 27); el cooperativismo es fundamental y es parsimonioso frente el mestizo. Una década después, Castro Pozo publicaría su libro Renuevo de peruanidad (1934) en el que el sujeto es el mestizo. Manifiesta un cambio, y su análisis se convierte en más global, nacional. Por ello, sostiene Franco, Castro Pozo expresa el “enfoque nacional del socialismo peruano” (1989b, p. 31).

La influencia del pensador piurano tendría una marcada presencia en Mariátegui. Franco busca rescatar su importancia que, dice, se le ha escatimado. En 1930 Castro Pozo funda, junto con Luciano Castillo, el Partido Socialista, luego de elegir un camino distinto al de Mariátegui. Posteriormente, en Del ayllu al cooperativismo socialista (1936) reflexionaría desde el punto de vista económico, y entiende al cooperativismo como el “objetivo histórico del desarrollo peruano” (1989b, p. 93), mientras concibe al comunitarismo como “el camino nacional del socialismo o la estrategia de desarrollo nacional que construye el socialismo” (1989b, p. 93). De una manera implícita, Franco sostiene la vigencia del proyecto velasquista que quedó inconcluso: reformas profundas que deben eliminar a castas dominantes, pero no nacionales, al mismo tiempo que las clases populares, lo conformante de lo nacional-popular, sean capaces de encontrar con justicia su lugar fundamental en la construcción de la nacionalidad.

Franco fue pertinaz en su reflexión sobre los temas que considera claves: la nación, el socialismo, la participación de las clases populares. Imágenes de la sociedad peruana: la otra modernidad (1991), es un nuevo escalón en su argumentación. Franco fue agudo en su análisis sobre el tema de las ideas. Específicamente sobre los indigenistas, señala que fue discurso de mestizos, es decir, de aquellos que siendo lejanos del mundo indígena de siervos e indios, “asociaron la representación de su condición étnico-social con profundos sentimientos de extrañamiento, de vergüenza y de amenaza frente al mundo de los indios y provocó en muchos indigenistas una huida de sí mismos … muchos de ellos escribieron las páginas más violentas y estremecedoras que yo recuerdo escritas en el siglo contra los mestizos, es decir, contra ellos mismos” (1991a, p. 61).  

Para nuestro autor, el discurso indigenista tuvo consecuencias objetivas que es lo que al final de cuentas debe importar. La propia oligarquía entendió que el discurso de los indigenistas era una amenaza a su poder, y tanto fue su temor que terminó creyendo “en la ficción representativa de los indigenistas” (1991a, p. 63). Bajo esos temores, la respuesta oligárquica “transformó para siempre el sentido histórico de este movimiento”: “Así, lo que pudo ser integrado se volvió disruptivo; lo que pudo ser incorporado culturalmente, fue marginado; lo que pudo manipularse, se hizo indomesticable. Por la realidad de la ficción, entonces, los indigenistas se convirtieron históricamente, en conscientes promotores de las consecuencias de su discurso” (1991a, p. 63). Por lo anterior, indica que hay una relación de continuidad entre el indigenismo y las corrientes aprista, socialista, descentralista y comunista, pues crearon “un estado de conciencia nacional” que preparó el terreno cultural, afectivo, intelectual y valorativo para que dichas corrientes prosperaran. Más aun, las propuestas de reforma agraria, regionalización y descentralismo, nacionalismo cultural, integración de mercado, fundación de un Estado nacional y las elaboraciones ideológicas posteriores hasta su derivación en el gobierno velasquista, solo se pueden entender a partir del espíritu de época establecido por el indigenismo (1991a, pp. 76-78). 

El surgimiento de la plebe urbana traería consigo otros desafíos explicativos, para comprenderlo utiliza la metáfora de “alumbramiento”:

Advertí entonces que la preservación de la vida y que el lento y laborioso crecimiento de la ‘sociedad plebeya’ dentro del claustro de la sociedad peruana precisaba de su capacidad de absorber y metabolizar los recursos que ésta le ofrecía a través de la placenta del estado y los populismos. (Franco, 1991a, p. 140)

Franco destacó como un hecho central del proceso social peruano a las migraciones del campo a la ciudad ocurrida a mediados del siglo XX. Es más, subrayó que gracias a las migraciones aparece el “sujeto moderno”, es decir, la plebe urbana. En ella se produce la “simbiosis” de nuestras dos herencias culturales fundamentales: la andina y la occidental, y da forma a un nuevo resultado. Los migrantes se apropian de la ciudad, antes resguardada por la élite criolla, en ella ocurre la convivencia policromática de la vida social y cultural y, en ese andar, se vuelven sujetos. En conclusión, las migraciones constituyen un momento fundante; la cultura chola que emerge modifica el rostro del Perú. Pero además de todo lo señalado, Franco siempre en su esfuerzo por interpretar la realidad específica advierte que el proceso de ciudadanización es inverso al de Europa occidental en donde el punto de partida es el individuo; en nuestro país, y por el legado comunitario andino, el individuo es un resultado (1991a, pp. 79-110).

Franco prosiguió su reflexión señalando que en los últimos 40 años la plebe urbana se ha mostrado “permanentemente populista”, lo que implica que para la plebe urbana el populismo significa algo distinto a lo que “nuestros intelectuales liberales y progresistas advierten y critican” (1991a, p. 100). Añade que “sólo es explicable esa lealtad constante al populismo, que no a los populismos, si se comprende que, a través de él, la plebe urbana se pudo constituir como sujeto citadino, productivo, social y cultural. En otros términos, lo que quiero decir es que el populismo para ella fue la forma política de ‘su progreso’ o de la idea que de éste se forjó” (1991a, p. 100). Pero tal plebe urbana todavía no construye un discurso político propio, pues no existe la “experiencia constante e insidiosa” que es su condición indispensable. Esto es producto de un “bloqueo creciente de las posibilidades de reproducir la experiencia conocida y colectiva de progreso” (1991a, p. 101), que implica la no existencia de recuerdos de logros, una materialidad presente que no activa esa “conciencia memoriosa”, y porque no posee “los recursos organizativos e institucionales” que encarne esos logros como “poder disponible”. Como consecuencia, los resultados pueden discurrir por el terreno de la anomia, de la apatía o de la pérdida de identidad. Pero Franco hace una precisión: que lo mencionado si bien puede ser aplicable al caso de los indios andinos, no lo es al de la plebe urbana.

Para dar verosimilitud a su afirmación, Franco pasa a enumerar un conjunto de experiencias de la plebe urbana en un contexto de crisis económica y del Estado, que indican aquella “experiencia constante e insidiosa” mencionada como condición necesaria para elaborar un discurso político propio y sus consecuentes organizaciones políticas: su transformación en cultura conflictiva, ya no subalterna; la valorización de las organizaciones populares; mayor presencia en las gestiones municipales; crítica a las dirigencias de los “partidos populares”; estilo violento y masivo de sus manifestaciones, entre otras. Y son estas experiencias, entre muchas más, las que generan un contexto que explica las crisis tanto del Apra como de la IU. Ambas agrupaciones fueron las fuerzas políticas preferenciales que se vincularon a la plebe urbana en tanto formas de coalición populista, pero incapaces de representar a la plebe urbana. Finalmente, esta crisis de representación se ha extendido, señala Franco, a toda la clase política (1991a, p. 102). Se puede detectar en esta afirmación sutiles reverberaciones de su tesis de no partido.

Es interesante la relación entre populismo y plebe urbana que ensayó Franco. La sociedad plebeya vive y se desarrolla absorbiendo y metabolizando los recursos que le da la sociedad por medio del Estado y de los populismos, pues estos han luchado por proveerle de los recursos de la cierta democratización social, de la distribución del ingreso, de la lucha por el otorgamiento de un reconocimiento legitimador que les dotara de un sentido a su “palabra balbuceante”. Entonces, concluyó Franco, el populismo peruano es el partero de la sociedad plebeya (1991a, p. 140). Pero en este punto surge una pregunta crucial: ¿los grupos dominantes o integrados aceptarán como propio este alumbramiento de la sociedad plebeya. La respuesta parece ser ambigua: a las clases medias altas y medias no les disgusta la “propensión” individualista y empresarial plebeya, pero no soportan su “naturaleza chola o plebeya” (1991a, p. 140).

La nación peruana, es vigorosa y culturalmente chola, por ello, es distinta a los grupos indigenistas y a los criollos, y aunque nuestro país sigue siendo pluricultural, produce un movimiento culturalmente homogeneizador, esta es la nueva nacionalidad peruana, concluye Franco. En gran medida, describía la sociedad que encontraría el pragmatismo autoritario de Alberto Fujimori.

Reflexiones sobre la democracia

El último gran libro de Franco fue el más sólido, original y poseedor, como afirma Nicolás Lynch (1998), de una gran densidad teórica, inusual en nuestras ciencias sociales. Alberto Vergara (2012) y Eduardo Dargent (2012) lo califican como el gran libro de la ciencia política peruana. Pero, como señala este último, fue un trabajo teórico impresionante que se leyó poco, o al menos se comentó exiguamente. En cualquier forma, apologistas y críticos coinciden en relevar las bondades del libro de Franco.

Es justo destacar el hecho que la calidad de la producción teórica de Franco fue en ascenso continuo. Acerca del modo de pensar la democracia en América Latina (1998) es, además, la ampliación del marco de sus preocupaciones al extender su mirada a los países latinoamericanos. De alguna manera, Franco cierra el siglo XX retomando una preocupación que no fue ajena a los intelectuales peruanos de inicios del siglo pasado. Para muestra, ahí están sendos libros de Francisco García Calderón sobre la región: La creación de un continente y Las democracias latinas de América, muy leídos en su tiempo, más en Europa que en el Perú, pero hoy prácticamente olvidados.

Por otro lado, Acerca del modo… expresa una modificación del arco de preocupaciones teóricas de Franco: él siguió un proceso intelectivo buscando comprender las características de la revolución hasta derivar en el análisis crítico de las maneras prevalecientes de concebir la democracia. En este contexto, es interesante destacar algo no muy usual en los autores en general, y es que en el caso de Franco se puede afirmar que su última obra fue la mejor y más ambiciosa: por su metodología; por su alcance “territorial”, pues busca dialogar con otras comunidades intelectuales de la región; por su esfuerzo de síntesis del acumulado cognitivo sobre el tema que desarrolla; pero sobre todo por su profundidad conceptual y teórica. Todo ello nos indica que su reflexión fue en constante ampliación y elevación, caso poco frecuente, evidentemente. Desde este punto de vista, se puede afirmar que la de Franco es una obra “cerrada”.

En su camino intelectual, confiesa, “me descubrí muy pronto retornando al antiguo problema de las diferencias que imponen los espacios geoculturales y las temporalidades históricas a los procesos que en ellos surgen y se desarrollan” (1998, p. 16). Este, que es el propósito inicial de su Acerca del modo…, fue el objetivo permanente implícito y explícito de toda su obra ideológica y académica. En efecto, Franco supo echar una mirada teórica crítica a las explicaciones al uso sobre la democracia representadas fundamentalmente tanto por Fernando H. Cardoso y Guillermo O’Donnell, y desde ese mirador plantea preguntas fundamentales. En ese trotar, el esfuerzo teórico de Franco consiste en desmontar las perspectivas analíticas con las que los teóricos de la transición han interpretado la democracia en América Latina con conceptos que funcionan bien para la experiencia de los países occidentales desarrollados, pero no en los nuestros.

El aporte de Franco y que lo hace tan persuasivo es el desmenuzar los conceptos al uso sobre democracia e ingresa en sus interioridades para demostrar sus inconsistencias lógicas y argumentativas, desde allí contrasta los conceptos con los contextos y revela los desfases que se abren entre ambos. Sobre ello, contrasta las propuestas de Cardoso y O’Donnell especialmente con la apuesta teórica de Robert Dahl y otros para incidir que, incluso en ese plano, las propuestas de los mencionados advierten inconsistencias que se deben tomar en cuenta al momento de entender las condiciones, características y límites de los propios procesos políticos en América Latina. De esta manera, Franco expone, o pone en evidencia, la necesidad de un nuevo debate sobre la democracia en nuestros países, pero señalando una primera salvedad que no ha sido suficientemente destacada: que solo desde los 80 el tema del régimen democrático es una preocupación independiente en el análisis político latinoamericano. Antes de entonces, el tema de la democracia no era uno central era muy marginal. El contexto lo dan precisamente las transiciones ocurridas en nuestros países de gobiernos dictatoriales a constitucionales (no necesariamente democráticos). Como precisa Lynch, comentando a Franco:

Los teóricos de las transiciones toman la democracia política como una entidad en sí misma, sin relación con los factores histórico-estructurales que la hicieron posible tanto en Europa Occidental como en los Estados Unidos. Pretenderían de esta manera proceder a un transplante sin tomar en cuenta la necesaria relación del régimen político que se quiere construir con los antecedentes histórico-estructurales propios de nuestra región. (Lynch, 1998, pp. 147-148)

Franco sostiene que no puede producirse un acertado análisis de la democracia en América Latina con el abandono del enfoque histórico-estructural, y desde esta premisa establece un intenso debate sobre las relaciones existentes entre los aspectos socioeconómicos y los político-institucionales. Señala, además, que la autonomía relativa otorgada, teóricamente, a la política (como si no tuviera restricciones estructurales) que descansa en la interacción de los actores estratégicos, trae como consecuencia cuestionable el atribuirle capacidades que no necesariamente poseen. Para Franco, esta manera de pensar la democracia y desde dicho lugar teórico, relega el carácter social de la misma y delimita la construcción de la democracia en los aspectos procesuales que nuestros países no están en condiciones de asumir, entre otras cosas porque no han resuelto los problemas básicos como sí lo han hecho los países europeo-occidentales y Estados Unidos, por ejemplo, que han llegado a configurar una “identidad nacional-ciudadana”. Para Franco se trata de una traslación mecánica de un marco teórico que echa por la borda la agenda analítica.

Según Romero Grompone, Franco: 

es escéptico en las perspectivas de que pueda concretarse una democracia liberal estable en nuestros países, entre otras razones por los problemas para diferenciar Estado de régimen político y sociedad, nuestra falta de pluralismo, la orientación particularista de los actores partidarios, las dificultades para encontrar consensos y el amplio margen que disponen las élites para definir las desigualdades que a su criterio pueden ser socialmente aceptadas. (Grompone, 2012, p. 49)

Hay algo más que se debe tener en cuenta, y es que Franco no solo es escéptico, sino que, según desliza sutilmente, no considera realmente democracia a lo que se denomina como tal. Recordemos que había sostenido en anteriores textos, que la representación o la intermediación son, al final de cuentas, expropiaciones contra el pueblo a su derecho a participar y decidir. Para él lo constitucional no es sinónimo de democracia si no se incorpora esta dimensión. De tal manera, el debate latinoamericano al respecto tiene una falla de origen por tratar de replicar una realidad ajena a la nuestra, pero sobre todo de algo más profundo: no se trata solo de interpretaciones equívocas sobre la democracia, sino de una errada manera de construir el mismo objeto de análisis. Se trata, pues, de una crítica radical desde un modo de pensar la democracia radical. Así, Franco da un cierre a su largo ciclo reflexivo sosteniendo y reafirmando el elemento participatorio del pueblo que está presente desde sus primeros escritos, pero otorgándole cada vez mayor complejidad teórica, conceptual y territorial entendiendo a América Latina como una región, interés que se había convertido explícito a mediados del siglo XX, especialmente gracias al pensamiento dependentista y al cepalismo. 

Pero, volviendo a la pregunta ¿por qué no le leyó en su momento y se discutieron sus argumentos tan sólidamente expuestos? Las respuestas pueden ser variadas y ya se han dado algunas. Sin menoscabo de ellas, es posible proponer algunas más. En primer lugar, es el personaje mismo o la mirada que se echa sobre él, en este caso es Carlos Franco, el velasquista, el ideólogo del reformismo militar. El silencio con respecto a su obra parece gritar el prejuicio que un asesor del militarismo no puede hablar sobre democracia. Y esto al mismo tiempo alivia la obligación de leerlo. Ya hay un argumento ad-hoc para descalificarlo, pero más que argumento es un cliché que se ubica en el terreno de la lucha política, ni siquiera ideológica, menos teórica, y mucho menos aún sociológica o politológica. Esto revela la endeblez de nuestro campo intelectual: se prefiere leer al que sabemos coincide con nuestras ideas, no al crítico.

Por otro lado, para cierto sector de las ciencias sociales y políticas, Franco iba contra la “moda académica” que explicaba el tema democrático privilegiando, precisamente, la autonomía de la política y que circunscribía la democracia a reglas y procedimientos (y en buena parte esto explicaría el silencio en la región también). Pero, por otro lado, hubo otro sector, que entendía que Franco, si bien podía hablar de revolución, no lo hacía desde el léxico con el cual estaba acostumbrado. Políticamente, Franco no interesaba a la derecha (satisfecha con Fujimori en el poder) por velasquista, es decir, por ser alguien proveniente de un terreno hostil; ni a la izquierda (salvo una muy minoría intelectual) por no percibirlo como propio, a pesar de que de alguna manera, sus planteamientos podían ser leídos por ella como reflexiones para pensar y actuar en democracia.

Solo hubo una pequeña franja de lectores interesados en el libro de Franco: los participacionistas, los zorros y quizás algunos poco más. Adrianzén (2022), quizás el autor que más detalladamente ha analizado el libro de Franco, incluye otros elementos, como el hecho de Franco ser un autodidacta de la ciencia política y que, por tal, no estaba necesariamente al tanto de bibliografía que coincidía con sus postulados, como el institucionalismo histórico, e incluso miradas sobre la transición diferentes a las que Franco criticaba.

Acerca del modo… no suscitó debates porque en nuestra academia ningún libro (salvo los mediáticos y, aun así, parcialmente) lo hace; menos en el campo político, cuyos protagonistas han decidido prescindir de las ideas. En última instancia, si bien Franco buscó estremecer el debate académico, también trató, y aquí emerge nuevamente su naturaleza de intelectual legitimador de proyectos políticos, de influir en el comportamiento de los actores políticos.

El realismo desencantado

Poco después de publicar su magnífico libro, Franco participó en una mesa sobre participación ciudadana y democracia en América Latina. La situación peruana había mutado sustancialmente. Observemos lo siguiente, Franco publicó su libro en 1998, dos años después terminaría el gobierno de Fujimori y la coyuntura política sería otra. Hubo expectativas ante un nuevo gobierno constitucional, que el mismo Franco enumera: descentralización del Estado, diálogo entre los actores (gobierno, partidos, organizaciones sociales, participación ciudadana, la relación entre los poderes) en instituciones abiertas, pero esas ilusiones prontamente devendrían en lo que Franco denominaría “realismo desencantado” (2004, p. 43).

El cambio drástico de la coyuntura en el Perú envejece rápidamente los debates políticos: de cómo librarnos de Fujimori, a qué hacer con la constitucionalidad, cómo consolidar la democracia, etcétera. La academia se ve arrastrada por la vorágine política. Maruja Barrig concluye que “frente a un panorama medio apocalíptico, Carlos llama a un debate realista sobre la democracia en el país, en medio de un escenario desencantado” (2020). Pero simultáneamente, su intervención le provee a Franco la satisfacción de señalar que O’Donnell, Lawrence Whitehead y otros recogen sus pasos teóricos y admiten que exageraron en su comprensión y expectativas de la “democracia electoral”. Lo extraño –quizás no lo sea tanto– es que no mencionan a Franco, dado que, suponemos, habrá cumplido un papel importante en la autocrítica de los autores de la perspectiva llamada “de la transición democrática”.

Con su optimismo característico, Franco señaló que el desencanto no es negativo necesariamente, sino que tiene consecuencias positivas “en los que ofician como militantes intelectuales o políticos” porque puede abrir las puertas del realismo, que conlleva la capacidad de reconocer errores y la posibilidad de enmendarlos. Martín Tanaka destaca que Franco “nunca renegó de sus apuestas, se mantuvo fiel a ellas y asumió sus consecuencias, actitud poco común en un medio más bien habituado a las constantes mudanzas sin mayores justificaciones” (Tanaka, 2012, p. 101).

Resulta sintomático que Franco incidió en el término militante, con el que se identificó, pues señala que el militante no solo lo es por el compromiso con las ideas, sino también compromete pasiones, valores, intereses, expectativas. Este es el mensaje que parece es el que quiso transmitir Carlos Franco; en todo caso, adquiere actualidad.


Osmar Gonzales Alvarado es Doctor en Ciencias Sociales por El Colegio de México. Profesor en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.


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  1. Ver el artículo de Mario Tueros (2012). ↩︎
  2. https://cedepperu.org/quienes-somos/historia. ↩︎
  3. La tristeza de Franco ante la muerte de Aricó, ocurrida en 1991, se puede constatar en su artículo “Aricó” (1991b). ↩︎

La pacarina

Pacarina o paqarina es una voz andina, un término quechua de tenor polisémico, que alegóricamente nos ayudará a expresar nuestras ideas, sentires y quehaceres. Signa y simboliza el amanecer, el origen, el nacimiento y el futuro. Se afirma como limen entre el caos y el orden, la luz y la oscuridad, el nacimiento y la muerte, lo femenino y lo masculino, el silencio y lo sonoro. La pacarina es lago, laguna, manantial y  mar del Sur, el principal eje de la unidad y movimiento del mundo contemporáneo.

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